AUTOR:
MARTHA CHURA MAMANI
Había una vez un
hombre que vivía en la ciudad de La Paz, y estaba muy contento porque era sano
y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente
yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos
a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo,
que era director del Zoológico, le dijo un día:
—Usted es amigo mío,
y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al,
monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene
mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros,
y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo
aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía
allá mucho calor, y eso le hacía bien.
Vivía solo en el
bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba
con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando
hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y
allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con
el viento y la lluvia.
Había hecho un atado
con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también
agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran
mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de querosene.
El hombre tenía otra
vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía
mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una
gran i laguna un tigre enorme que
quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una
pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido
espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran
puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó
el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
—Ahora —se dijo el
hombre— voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó
a la tortuga, vio que estaba
ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi
de dos o tres hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo
lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su
ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque
no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado
arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una-silla, y pesaba
como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó
días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le
daba golpecitos con la mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre
quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba
siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba
gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía
mucha liebre.
—Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no
puedo levantarme más, y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí
de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aún, V perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el
cazador decía. Y ella pensó entonces:
—El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía
mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cascara de
tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de
agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría
de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le
llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le
daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte
buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder
subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días
sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a
todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era
un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
—Estoy sólo en el
bosque,, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente
en la ciudad de La Paz hay remedios para
curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Y como él lo había
dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el
conocimiento.
Pero también esta vez
la tortuga lo había oído, y se dijo:
—Si queda aquí en el
monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a la ciudad
de La Paz.
Dicho
esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho
cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para
que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los
cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar
al cazador, y emprendió entonces el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche.
Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó
pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo
encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con
mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le
daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que
prefería dormir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano,
el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!,
¡agua! a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darles de beber.
Así anduvo días y días, semana, tras semana. Cada
vez estaban más
cerca de la ciudad de La Paz, pero también cada día la tortuga se iba debilitando,
cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba
tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el
conocimiento. Y decía, en voz alta:
—Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en
la ciudad
de La Paz me podría curar. Pero voy a
morir aquí, solo en el monte.
El creía que estaba siempre en la ramada, porque no
se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo
el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre
tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No
había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza
para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz
lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué
era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto
con el calador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que
había sido bueno con ella.
Y, sin embargo,
estaba ya en la ciudad de La Paz, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en
el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin
de su heroico viaje.
Pero un ratón de la
ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros
moribundos.
— ¡Qué tortuga! —dijo
el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo,
qué es? ¿Es leña?
No, le respondió con
tristeza la tortuga Es un hombre.
¿Y dónde vas con ese
hombre? —añadió el curioso ratón.
Voy. .. voy...
Quería ir la ciudad de La Paz respondió la pobre tortuga en una voz tan baja
que apenas se oía<—. Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré. ..
— ¡Ah, zonza, zonza!
—dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has
llegado a la ciudad de La Paz ! Esa luz que ves allá, es la ciudad de La Paz.
Al oír esto, la
tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al
cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director
del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que
traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un
hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue
corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó en seguida.
Cuando el cazador
supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de
trescientas leguas para que tomara remedios no quiso separarse más de ella. Y
como él no podía tenerla en su casa que era muy chica, el director del
Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su
propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con
el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga
que vemos todos los 15 días comiendo el
pastito alrededor de las jaulas de los monos.
El cazador la va a ver todas las tardes y ella
conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas
juntos, y ella no quiere nunca que él se
vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.
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